José Antonio González Zarandona es investigador afiliado del CIDE y investigador asociado del Alfred Deakin Institute.
El año 2001 comenzó el 2 de marzo, cuando los talibanes que controlaban el territorio afgano destruyeron con explosivos las dos colosales estatuas que representaban a Buda, en el valle de Bamiyán. Sin duda alguna, la destrucción de estos Budas representa un antes y un después en la historia de la iconoclasia y la destrucción del patrimonio cultural. El acontecimiento ha sido estudiado desde diversas disciplinas y cada año una nueva teoría sobre el significado de su destrucción sale a la luz. La destrucción ha sido analizada en tantos libros, artículos, capítulos y hasta en películas de Hollywood como 2012(2009), que probablemente sea la destrucción más comentada y estudiada en los últimos años. Es tal el volumen de las voces que han tratado de explicar el origen y las motivaciones para destruir las estatuas, que me atrevo a decir que la misma destrucción se ha convertido en el ícono de la iconoclasia.
Más allá de las verdaderas intenciones de los talibanes al destruir las estatuas, la destrucción significó un parteaguas en el estudio de la destrucción porque desenterró viejos fantasmas que, se pensaba, habían sido olvidados para siempre. Es así que las primeras interpretaciones hablaban de un regreso de la iconoclasia que está en contra de la idolatría, aquella que prohíbe venerar a los ídolos. ¡Pero no había budistas en Afganistán!, argumentaban los expertos. Fue entonces que se decantó por otra explicación: los talibanes eran unos bárbaros y salvajes, incapaces de admirar la belleza en el arte. Nada nuevo bajo el sol.
Esta tesis, derivada del pensamiento ilustrado europeo y la destrucción acontecida durante y después de la Revolución Francesa, era más bien una estrategia eurocéntrica para defender los ideales de la belleza y el patrimonio clásico (varios estudios iconográficos en el siglo XX habían ya establecido el origen de las estatuas como provenientes de la cultura Gándara, la cual combinaba elementos helénicos con detalles provenientes de la India. En este sentido, las estatuas representaban simbólicamente uno de los aspectos que durante años se le han impuesto, muchas veces desde una perspectiva occidental, al territorio que hoy conocemos como Afganistán: un territorio-puente que actúa como cruce en el Este y Occidente y donde muchas culturas florecieron. De esta manera, las autoridades occidentales que abogaban por una suspensión de la condena de los Talibanes ejercían su influencia al destacar que las estatuas también pertenecían a la civilización occidental).
Curiosamente, los mismos argumentos se esgrimieron para explicar la destrucción del patrimonio cultural en Irak y Siria llevada a cabo por el llamado Estado Islámico en el año 2015. Otra tesis, propuesta por el arquitecto austríaco Michael Falser, sugería que los Talibanes no estaban en contra de figuras humanas, aunque sí estaban en contra de la veneración de imágenes. No obstante, Falser no se refería a imágenes que representaran a los Budas, sino que propuso la idea de que los talibanes querían destruir la imagen de patrimonio; en particular la imagen que la UNESCO se ha encargado de perpetuar como salvaguarda del Patrimonio Mundial de la Humanidad, desde su creación al finalizar la Segunda Guerra Mundial. Una imagen que ha sido fuertemente criticada en las últimas tres décadas por considerarla eurocéntrica y enfocada casi exclusivamente en patrimonio tangible. Basada en esta idea, varios expertos, incluido Falser, llegaron a la conclusión de que la destrucción de los Budas obedecía a un deseo del régimen talibán de no pertenecer al imaginario colectivo occidental, donde el patrimonio cultural es considerado universal y eurocéntrico. Las batallas intelectuales no se hicieron esperar. Por un lado, había quienes argumentaban que la UNESCO no era más que una institución que servía de lastre para conservar precisamente eso que pretendía conservar. Otros argumentaron que la UNESCO, con su perspectiva predominantemente eurocéntrica, no servía más que a los intereses de las potencias occidentales, mientras que otros argumentaban que precisamente esa idea utópica de tratar de conservar todo el patrimonio cultural (tangible) bajo un solo concepto, era el causante de que extremistas, como los Talibanes, se rebelaran frente a ese modo de ver el mundo.
Recientemente se ha publicado por primera vez en español el libro La destrucción de la memoria, del australiano Robert Bevan. Publicado en inglés en el año 2006, el libro de Bevan resultó ser toda una revelación para los expertos en patrimonio cultural, al sugerir que la destrucción de monumentos, estatuas y otros objetos calificados de patrimonio cultural iban de la mano con el intento deliberado de erradicar a un grupo específico, o, dicho de otra manera, de un acto de genocidio.
De esta manera, Bevan argumentaba que la destrucción del patrimonio no es más que la destrucción de la memoria, en el momento en el que la identidad y las memorias asociadas con el objeto atacado se destruyen durante el acto. En el caso de Bamiyán, el régimen talibán no sólo buscaba destruir unas estatuas hechas de piedra, sino también buscaba afectar de manera simbólica a la población local de la etnia hazara. La mayoría de los hazara se consideran así mismos como chiítas, y han sufrido marginalización, persecución y exclusión desde que el estado afgano se consolidara a finales del siglo 19. Los talibanes no fueron diferentes respecto a gobiernos anteriores hacia los hazara. No obstante, en su afán de destrucción, los gobiernos anteriores no utilizaron el patrimonio cultural del país para ejercer presión sobre la población local. En cambio, los talibanes querían dañar a los hazara, quienes, aunque no son budistas, consideraban a las estatuas como parte de su identidad étnica.
Por primera vez en la historia de la iconoclasia, la destrucción de las estatuas representa una acción nunca antes vista, pues los talibanes vieron el valor que las estatuas tenían para occidente y la población local, y decidieron explotarlas una vez que corroboraron que los países occidentales que les pedían que no las destruyeran, no estaban dispuestas a enviar ayuda humanitaria. Los afganos se podían morir de hambre, pero había que salvar las estatuas a toda costa, era el argumento que varias instituciones occidentales hipócritamente revelaron en sus comunicados.
La destrucción de las estatuas también se exacerbó gracias al papel que jugaron los medios masivos de comunicación, quienes contribuyeron a perpetuar la mala imagen que de por sí ya tenían los talibanes, particularmente los medios occidentales. Nunca antes, una destrucción de unas imágenes había desatado tanto interés en los medios como lo fue la destrucción de Bamiyán. La destrucción de las estatuas también supuso lo que años después el historiador del arte suizo Dario Gamboni llamaría las imágenes de destrucción: imágenes que describían un momento en la destrucción de una imagen o monumento y que, a su vez, influenciaban la destrucción de imágenes. Los mejores estudiantes de los Talibanes mejoraron la táctica Talibán con ayuda de las redes sociales: el Estado Islámico, quienes destruyeron cientos de imágenes en Irak y Siria, mientras creaban al mismo tiempo imágenes de destrucciones.
El historiador del arte alemán Horst Bredekamp estipula en su teoría del acto icónico, entre otras cosas, que la destrucción de una imagen es un catalizador de dinámicas sociales que motivan la acción humana e influyen en el desarrollo de una serie de acciones que repercuten en la vida social, aun tiempo después de que las imágenes hayan sido destruidas. En otras palabras, Bredekamp propone ver la destrucción de las imágenes no como un acto que ocurre en solitario, sino en el contexto de todo lo que se desencadena después. Meses después de la destrucción ocurrida en el valle de Bamiyán, dos aviones se estrellaron contra las Torres Gemelas en la ciudad de Nueva York y el mundo cambió radicalmente. Meses después de la destrucción ocurrida en Afganistán, el régimen talibán cayó y el país fue invadido por el ejército de los Estados Unidos de América. El resto es historia.