abril 22, 2019

Perspectivas

¡Ciudadanos y ciudadanas! Una historia del lenguaje inclusivo



Sor Juana Inés de la Cruz

La historia de las mujeres es una parte fundamental de la lucha feminista. En parte, esto se debe al deseo de reivindicar la participación de la mujer en los acontecimientos del pasado: las primeras defensoras de las mujeres, como Cristina de Pizán (1364-1430), Louise Labé (1525-1566) y Sor Juana Inés de la Cruz (1648-1695), resaltan entre las “grandes mujeres de la historia” para señalar su hazañas y contribuciones al avance de sus sociedades. El objetivo era contrarrestar la narrativa hegemónica de sus épocas que insistía en que sólo los hombres merecían ser recordados.

Hoy en día, la reivindicación de las mujeres en la historia todavía es parte importante de la lucha feminista, pues sigue imperando una ignorancia impresionante en la sociedad acerca de las aportaciones históricas de las mujeres. No obstante, ya las historiadoras feministas han abierto otros frentes de investigación. Han dado cuenta de que la historia también es importante porque da herramientas para sostener sus argumentos y contextualizar las críticas que se suelen hacer a sus posturas. En este texto, quiero ejemplificar esta afirmación con una breve historia de los orígenes de la política feminista del lenguaje inclusivo. Con este relato, espero dejar claro que las objeciones y críticas al lenguaje inclusivo son parte de una tradición añeja de invisibilizar a las mujeres en la lengua con el fin de excluirlas del espacio público.

Entre las primeras mujeres en darse cuenta de que las reglas gramaticales no son neutras sino altamente políticas se cuentan las mujeres de la Revolución Francesa. Como sabemos, gracias al trabajo de historiadoras como Karen Offen, Joan B. Landes y Joan W. Scott, entre otras, las mujeres que participaron en los acontecimientos de 1789 se desilusionaron rápidamente de la retórica de sus compañeros hombres. Escucharon los discursos a favor de la libertad, la igualdad y la fraternidad; aplaudieron las medidas que abolieron los privilegios heredados y los títulos de nobleza; celebraban las propuestas para extinguir la esclavitud; pero, muy pronto, descubrieron que cuando los revolucionarios hombres hablaban (en plural) de los “ciudadanos” y de los “franceses”, no solían incluir a las mujeres revolucionarias. Como señaló un grupo de mujeres en el folleto Requête des dames à l’Assemblée Nationale(Petición de damas a la Asamblea Nacional) en 1790:

Ustedes han roto el espectro del despotismo. Han pronunciado el bello axioma digno de estar inscrito en todas las frentes, y en todos los corazones: “los franceses son un pueblo libre”, ¡y todos los días, permiten todavía que trece millones de esclavas lleven vergonzosamente las cadenas de trece millones de déspotas! Han discernido la igualdad justa de los derechos, ¡y privan injustamente [de ellos] la más dulce y la más interesante mitad de ustedes! […] Mientras que abren todas las bocas, que liberan todas las lenguas, ustedes nos obligan a mantener un silencio triste y vergonzoso […] Han decretado, por fin, que el camino a las dignidades y los honores sea   indiscutiblemente abierto a todos los talentos; …. y continúen poniendo más barreras insuperables frente a nosotras!

Liga (La traducción es mía)

En vista de la situación desigual que vivían las mujeres revolucionarias con relación a sus compañeros hombres, este grupo de mujeres propuso el siguiente proyecto de ley:

La Asamblea Nacional, con el fin de reformar el abuso más grande y más universal, y de reparar las heridas de una injusticia de seis mil años, ha decretado y decreta lo siguiente:

  1. Se suprimirán todos los privilegios del sexo masculino de manera completa e irrevocable.
  2. El sexo femenino disfrutará siempre las mismas libertades, las mismas ventajas, los mismos derechos y los mismos honores de la misma manera que el sexo masculino.
  3. El género masculino no se contemplará como el género más noble, ni siquiera para fines de la gramática, dado que todos los géneros, todos los sexos, y todos los seres, deben y son igualmente nobles […]

La iniciativa de ley también proponía permitir a las mujeres: llevar “la culotte”, el pantalón emblemático de los revolucionarios, votar y ser votada a los cargos de elección popular y ser juezas en los tribunales. Insistía, asimismo, que se debería terminar con la práctica de castigar a los soldados deshonorados vistiéndolos con ropa de mujer.

El reclamo femenino a favor de la igualdad de derechos contaba con el apoyo de varios revolucionarios, incluyendo el marqués de Condorcet, quien escribió su propio folleto a favor de los derechos de la mujer en 1790. No obstante, ni la petición ni el proyecto de ley recibieron una respuesta positiva por parte de los diputados revolucionarios de la Asamblea Nacional en 1791. Dos años más tarde, al discutir una nueva declaración de derechos, la Convención revolucionaria rechazó los argumentos del diputado Pierre Guyomar a favor de incluir la igualdad entre sexos.

La declaración de derechos de la mujer y de la ciudadana

A la postre, el resultado de los clamores de las revolucionarias a favor de una igualdad de las mujeres en el ambiente político y en la lengua fue la represión generalizada hacia las mujeres revolucionarias durante el Terror. Olympe de Gouges, quien escribió en 1791 La declaración de derechos de la mujer y de la ciudadana para exigir el reconocimiento de las mujeres como ciudadanas con derechos en la República francesa, fue guillotinada en 1793. En este mismo año, la Convención votó a favor de extinguir y prohibir todo tipo de asociaciones y clubes de mujeres revolucionarias. Quedó claro que los derechos ciudadanos eran exclusivamente para hombres.

La experiencia de las mujeres revolucionarias francesas se repitió en diversos momentos de la historia occidental. En 1832, en respuesta a las peticiones por parte de las mujeres británicas para ejercer el sufragio, por ejemplo, los diputados que redactaron el Acta de Reforma decidieron especificar que el sufragio se limitaba únicamente a los “hombres adultos”. En Estados Unidos, Myra Bradwell llevó una queja a la Suprema Corte en 1872 en contra del Estado de Illinois por negarle la licencia de ejercer su profesión como abogada. Argumentaba que su derecho era amparado por la enmienda 14 a la Constitución (“Ningún Estado podrá dictar ni dar efecto a cualquier ley que limite los privilegios o inmunidades de los ciudadanos de los Estados Unidos”). La Corte se negó concederla la razón argumentando que

Al contrario, la ley civil, como la misma naturaleza, siempre reconocen una diferencia amplia entre las esferas y destinos del hombre y de la mujer. El hombre es –o debe ser- el protector y defensor de la mujer. La timidez y la delicadeza propios y naturales del sexo femenino evidentemente le hace incapaz para enfrentar muchas de las ocupaciones de la vida civil. La constitución de la familia, que se basa en la ordenanza divina, así como la naturaleza de las cosas, señalan la esfera doméstica como la que pertenece al dominio y funciones de la maternidad. La harmonía, para no decir la identidad, de los intereses y opiniones que pertenecen, o deben pertenecer a la institución de la familia hace repugnante la idea de que una mujer adopte una carrera distinta e independiente de la de su esposo […] El destino primordial y la misión que deben cumplir las mujeres son los oficios benignos de esposa y madre. Es la ley del Creador. Y las reglas de la sociedad civil deben adaptarse a la constitución general de las cosas, y no pueden erigirse en los casos excepcionales

Bradwell vs. Illinois, 1872 (La traducción es mía)

Hermila Galindo

De manera similar, en el México revolucionario, las sufragistas intentaron votar y ser votadas bajo el argumento de que la palabra “ciudadano” debía interpretarse para incluir tanto mujeres como hombres. Es muy conocido que Hermila Galindo fue electa para representar al quinto distrito del Distrito Federal en 1917. Este hecho obligó a los congresistas explicitar, como habían hecho sus contrapartes británicas estadounidenses y francesas en su momento, que las prerrogativas del ciudadano mexicano descritas en el artículo 35 constitucional pertenecían sólo a los ciudadanos hombres.

Como se puede percibir en los argumentos de los jueces en el caso Bradwell vs. Illinois, la justificación por la que las mujeres no debían gozar de los derechos políticos y civiles de la ciudadanía solía subrayar el hecho de que el espacio propio de las mujeres era el doméstico. En el espacio público, los intereses de las mujeres deben ser protegidos y defendidos por los hombres. De esta manera, el discurso liberal y constitucional imaginaba el ciudadano varón no exclusivamente como un individuo, sino como un individuo que a su vez era jefe de familia. El ciudadano varón representaba los intereses de los integrantes de esta familia en el espacio público. Estos integrantes podrían ser menores de edad, mujeres y también servidumbre. Aquéllos eran lo que se denominaba “ciudadanos pasivos”, miembros del cuerpo político sin derechos políticos.

Este punto se entiende mejor si recordamos que en la primera mitad del siglo XIX mexicano el debate sobre ciudadanos pasivos se dio en torno a la servidumbre. Las leyes electorales optaron por privar del voto a los sirvientes que atendían directamente al patrón, y por ende, vivían en la misma casa que él. Las personas que trabajaron fuera de la casa para el patrón, en cambio, recibieron el voto. En otras palabras, el ciudadano varón representaba los intereses de los ocupantes del espacio privado del ciudadano. El que tenía intereses en el espacio público podría representarse a sí mismo.

Club de mujeres patrióticas en una iglesia, 1793

Es por esta razón que los hombres de la Revolución Francesa o la Revolución Mexicana no encontraban contradicción en declararse a favor de los derechos de todos los ciudadanos franceses o mexicanos a la vez que excluían a las mujeres del ejercicio de estos mismos derechos. Para ellos, las mujeres no contaban como sujetos de derechos sino se contabilizaban como anexos a la ciudadanía masculina. De esta forma, al hablar de ciudadanos, o incluso de hombres en general, hacía sentido imaginar una comunidad de ambos sexos. Pero, hablar del ciudadano individual significaba hablar exclusivamente del varón.

Maria Arias Bernal, 1913

Las mujeres de la Revolución francesa eran muy conscientes de este truco lingüístico. De ahí derivaba su insistencia que se debería cambiar las reglas gramaticales para que el género masculino no contara “como el género más noble”. Querían que el lenguaje otorgara la igualdad en derechos entre el masculino y el femenino para que las mujeres no fueran invisibilizadas en el habla cotidiana. Querían que las mujeres no fueran representadas en el espacio público por los hombres, sino que pudieran representarse a sí mismas. La insistencia del feminismo moderno en el uso del lenguaje inclusivo va en la misma dirección. Puede que no sea muy elegante hablar de los y las ciudadanos; pero hacerlo es un acto político a favor de la igualdad.