Los años recientes han atestiguado un auge de libros sobre la prensa mexicana, tanto en inglés como en español, escritos a la vez por historiadores como por por periodistas. Los meses recientes se han difundido Killing the Story: Journalists Risking Their Lives to Uncover the Truth in Mexico, del corresponsal mexicano Témoris Grecko, y Citizens of Scandal: Journalism, Secrecy, and the Politics of Reckoning in Mexico, de la historiadora norteamericana Vanessa Freije. Y entre los libros recién publicados tenemos The Mexican Press and Civil Society, 1940-1976, del británico Benjamin Smith, y Callar o morir en Veracruz. Violencia y medios de comunicación en el sexenio de Javier Duarte, de la destacada historiadora de la prensa Celia del Palacio. Todos son altamente recomendables.
Tales investigaciones dependen en parte en los testimonios de periodistas veteranos. México tiene una larga tradición de crónicas y memorias sobre el periodismo, a menudo enfocadas en la relación complicada (típicamente cómplice, a veces retadora) entre la prensa y el poder. He aquí dos libros clásicos, ambos enfocados en el periodismo en tiempos de apertura, que aportan mucho a los estudiosos de la prensa, así como a los estudiosos de la historia política del México contemporáneo.
De las varias memorias escritas por Julio Scherer García, director fundador de Proceso, la más concisa y por lo tanto divertida es Estos años (Océano, 1995), una joya de libro que relata, con una prosa fina y sugerente, así como de forma anecdótica, algunas interacciones sostenidas por su autor con famosos y poderosos durante el sexenio de Carlos Salinas de Gortari; entre ellos, Gabriel García Márquez, Juan Sánchez Navarro, Luis Donaldo Colosio y el mismo presidente. Reunidas en un volumen, las historias sugieren una época de grandes posibilidades y grandes dudas, siendo Salinas, a juicio implícito de Scherer, un reformador a medias.
El hilo conductor consiste en los intentos de Scherer, como editor de Proceso, por acercarse a Salinas, líder de brillante inteligencia y gran encanto, pero también de tendencia autócrata. Ambos se llevan bien, pero la relación nunca alcanza una verdadera amistad, debido en parte al disgusto que al presidente le ocasionan los reportajes de Proceso y, también, a la extrema cautela con la que Salinas se comporta, algo que contrasta con la franqueza y trato fácil de Colosio.
Quizá la cautela del presidente era sabia. Como Scherer comenta: “el periodista escucha lo que no debe escuchar y mira lo que no debe mirar en la búsqueda afanosa de los datos y signos que informen a la sociedad de lo que ocurre en las esferas del poder” (64). La relación entre presidente y periodista era un tango incómoda: cada uno quiso acercarse para usar al otro (ya fuera para pulir su periodismo o para pulir su imagen), pero ninguno se dejó seducir.
Mientras su tema principal es la élite política y, al final, la creciente brecha entre Salinas y Colosio, este libro de apenas 88 páginas ofrece detalles llamativos sobre el periodismo: su compleja interdependencia con el poder (con ejemplos de cómo Scherer supo navegar sin venderse); revelaciones de favores financieros otorgados por el estado a Excélsior; la lambisconería de su editor, Regino Díaz Redondo, así como aquella de Jacobo Zabludovsky). No toda anécdota da exactamente en el blanco, pero la lectura en general ofrece muchos pequeños placeres.
Escenas del periodismo mexicano. Historias de tinta y papel (Fundación Manuel Buendía, 2006), de la reportera Cecilia González, se enfoca en las historias de los seis diarios nacionales que más han marcado la evolución de la prensa hasta principios del siglo XXI. Por orden cronológico de su fundación, estos son: El Universal, Excélsior, Unomásuno, El Financiero, La Jornada y Reforma. La omisión de La Prensa, tabloide que por décadas fue el diario más vendido de México (y por ende el más influyente entre la clase urbana trabajadora) es una de las muy pocas debilidades del estudio.
En los capítulos individuales, que esbozan la historia de cada periódico, se hace énfasis en lo sucedido desde los años setenta, década que atestiguó el inicio de la gradual apertura de la prensa mexicana a perspectivas críticas del poder. González maneja un ameno estilo narrativo, que sintetiza la historia posrevolucionaria, las memorias de editores clave, entrevistas con periodistas actuales y resúmenes de algunos de los titulares y exclusivas sobresalientes.
González muestra una gran habilidad para analizar las fortalezas y las fallas de cada diario y para valorar el liderazgo de los editores, cuyas versiones y autojustificaciones a menudo cuestiona. Sobre Ealy Ortiz de El Universal, escribe: “Ya como propietario…comenzó a forjar un culto a su imagen al más puro estilo presidencialista”. Ofrece un persuasivo perfil de luces y sombras de Julio Scherer, como director de Excélsior. Sobre Becerra Acosta, apunta: “Había una grave contradicción entre lo que denunciaban los reportajes de Unomásuno en materia sindical y las políticas que se aplicaban puertas adentro”.
El retrato de La Jornada es menos acabado, por dedicar demasiado espacio a las versiones de ciertas periodistas y ejercer menos juicio sintético y analítico. Pero aun aquí hay detalles llamativos que cuestionan la declarada pluralidad y la fama de independiente del diario. En los años noventa, por ejemplo, “la publicidad oficial representaba entre el 75 y 80 por ciento de sus ingresos”.
La última parte, sobre Reforma, donde González era reportera fundadora, muestra una admirable neutralidad. Documenta los grandes avances que su fundación representó para el periodismo mexicano, tanto por la calidad de su información como por entrenar a una nueva generación de talentosos reporteros, sin omitir unos episodios de dudoso juicio ético donde los editores posiblemente preferían la primicia o el titular sensacional a la nota honesta. Este capítulo, como todos, deja mucho que debatir, gracias a la admirable tendencia de González de mostrar ambos lados de cada controversia.