El pasado 9 de octubre, el presidente de Turquía, Recep Tayyip Erdoğan, inició una ofensiva militar en la región norte de Siria contra las milicias kurdas Unidades de Protección Popular (YPG), consideradas el brazo armado del Partido de la Unión Democrática (PYD), uno de los partidos kurdos con mayor fuerza en Siria y vinculado al Partido de los Trabajadores del Kurdistán (PKK), con quien el gobierno turco sostiene un enfrentamiento político-militar desde 1984 y que ha sido señalado por Ankara como una organización terrorista.
La operación, bautizada eufemísticamente como “Fuente de Paz”, se dio tras el anuncio de Donald Trump del retiro de las tropas estadounidenses de la región y, con ello, su anuencia para las acciones militares turcas. La decisión de Trump fue calificada de inmediato como una grave traición a las milicias kurdas que habían sido las principales aliadas de Estados Unidos y la coalición internacional en la lucha contra el autodenominado Estado Islámico (EI).
Aunque es indudable la importancia de Estados Unidos en esta ecuación político-militar, hay otros factores que no se pueden soslayar en el conflicto. En primer lugar, hay que subrayar que Turquía ya había incursionado militarmente en Siria. El 24 de agosto de 2016, lanzó la operación “Escudo del Éufrates”, que, de acuerdo con Ankara, pretendía establecer una frontera segura sin la presencia del EI e impedir que las YPG tomaran control de la región norte de aquel país.
En enero de 2018, Erdogan implementó, con la ayuda de grupos opositores sirios, la operación “Rama de olivo” en contra de las YPG en el cantón de Afrín, uno de los tres enclaves que conforman la Federación Democrática del Norte de Siria – Rojava, proclamada por las Fuerzas Democráticas Sirias en 2013. El saldo de esta toma fue de incontables casos de desapariciones forzadas y tortura, detenciones arbitrarias, confiscaciones y desplazamientos masivos de la población.
Recordemos que tras el estallido de la guerra civil en Siria, la región noroeste de dicho país, habitada mayoritariamente por kurdos, pero con importante presencia de árabes, armenios y turcomanos, quedó bajo el control de las Fuerzas Democráticas Sirias, quienes establecieron un proyecto político de confederalismo democrático en el que participan árabes y kurdos. Este confederalismo se sostiene en la idea de la autodeterminación y la democracia participativa, además del cooperativismo económico y el feminismo; no desconoce al Estado sirio pero apuesta a un sistema político diferente.
Un proyecto de esta naturaleza no tiene cabida dentro de un régimen que ha desconocido incluso el derecho a la ciudadanía de los kurdos. En días recientes, Bouthaina Shaaban, una de las principales asesoras de Bashar al-Assad, ha declarado que “Siria no puede aceptar”otro Kurdistán iraquí en su territorio. No hay que olvidar que en los gobiernos de Hafez al-Assad, y de su hijo, Bashar al-Assad, los kurdos han sufrido intensos periodos de arabización forzada y represión, sin contar que en los años recientes tuvieron que enfrentar la amenaza terrorista del EI y de otros grupos jihadistas que han asolado la región.
Erdoğan, por su parte, insiste en emplear el argumento de la lucha contra el terrorismo para desarticular cualquier intento que fortalezca la presencia y organización política de los kurdos en sus fronteras. Pero además, no esconde su clara intención de adquirir mayor control territorial dentro de Siria e imponer su proyecto de turquificación y limpieza étnica. Así lo demuestra con su pretensión de desplazar a los kurdos de Rojava y situar ahí a miles de refugiados sirios que no provienen de esa región.
La campaña turca contra los kurdos también tiene un frente interno. En noviembre de 2016, Selahattin Demirtaş, líder del pro kurdo Partido Democrático de los Pueblos (HDP), fue encarcelado por distribuir propaganda contra el Estado turco, y en 2017 le fue agregado el cargo de dirigir una organización terrorista. La persecución contra Demirtaş y otros líderes del HDP vino después de que este partido kurdo consiguiera por primera vez su entrada al Parlamento, tras superar el 10 por ciento mínimo de votación requerida.
La Corte Europea de Derechos Humanos determinó que la acusación contra Demirtaş tuvo el ulterior propósito de “sofocar el pluralismo y limitar la libertad del debate político”, y ordenó a Turquía su liberación, misma que no ha ocurrido. Más recientemente, en agosto de 2019, el gobierno turco destituyó a los alcaldes de las tres ciudades con mayor población kurda: Diyarbakir, Mardin y Van. Los funcionarios destituidos, también miembros del HDP, fueron acusados de propaganda terrorista.
Como podemos advertir, la actual coyuntura en Rojava no se puede separar de una política regional que ha ignorado sistemáticamente a los kurdos y les ha negado, en el marco de los proyectos nacionales de Medio Oriente, el derecho a reivindicar su identidad y a la representación política. A ello se suma una región colapsada por la guerra y en la búsqueda de su reconfiguración geográfica, con la no menos complicada trama de intereses y poderes regionales e internacionales apuntalando sus propios proyectos políticos.
No sabemos cómo va a concluir el capítulo de Rojava, pero sí que hoy cientos de miles de personas están siendo desplazadas de sus hogares, otros tantos perdiendo la vida, mientras la amenaza terrorista resurge y se refuerza la vocación antidemocrática y el autoritarismo de Recep Tayyip Erdogan, ante la mirada pasiva del resto del mundo. Europa no interviene cediendo ante el chantaje de Erdogan, que amenaza con enviar a los miles de refugiados que se encuentran en su territorio; Estados Unidos aplica tibias sanciones a Turquía y deja a los kurdos indefensos, mientras la masacre continúa.
La existencia de los kurdos, con sus contradicciones y diferencias políticas y culturales, no puede seguir siendo el centro de la atención mediática sólo cuando están en medio de una guerra o cuando sus victorias militares resultan fascinantes para la prensa internacional. Su historia, que ha sido la de un pueblo negado y perseguido, también es la de los peshmergas que contuvieron al EI, la de los proyectos políticos de Rojava en Siria, y del Gobierno Regional del Kurdistán, en el norte de Iraq, la del feminismo como experiencia participativa, la de una diáspora que ha enriquecido el escenario cultural e intelectual en todo el mundo, la de un pueblo, que, como cualquier otro, lucha por su reconocimiento y por una vida mejor.