Conforme se volvía cada vez más claro que las disrupciones de la pandemia de covid-19 habían llegado para quedarse, la esperanza de un regreso a la normalidad se centró casi exclusivamente en el desarrollo de una vacuna contra el nuevo virus. Había, en efecto, razones para el optimismo.[1] En los siguientes meses, mientras el virus seguía cobrando víctimas y se alargaban las disrupciones a la vida cotidiana, los medios reportaron una serie de buenas noticias respecto al desarrollo de nuevas vacunas. Entre ellas estaban la celeridad con la que empezaron los ensayos clínicos y los primeros reportes sobre su seguridad y eficacia, que superaron por mucho las expectativas iniciales. A menos de un año de que iniciara la pandemia, había ya una plétora de vacunas viables, y decenas más en desarrollo. Parecía, por fin, haber una luz al final del túnel.
Sin embargo, el júbilo provocado por lo que en efecto fue un avance científico inusitado pronto cedió ante otras preocupaciones: ¿cómo y dónde se fabricarían y distribuirían los billones de viales que se necesitaban para inmunizar a la población mundial?, ¿quién tendría acceso a ellas, y en qué orden?, ¿estaría la población dispuesta a inocularse con estos nuevos fármacos? En suma, pronto quedó claro que el ansiado “regreso a la normalidad” dependería de mucho más que del desarrollo de una vacuna efectiva y segura.
Las historias tradicionales de la medicina han tendido a presentar los avances en la materia como una de progreso inequívoco de las ciencias médicas. Sin embargo, en años recientes una rica historiografía ha mostrado que los avances científicos son solo una parte de un esfuerzo mucho más complejo y heterogéneo, que estuvo lejos de ser lineal, y que involucró a muchos distintos grupos de la población.[2] Entre ellos, estaban médicos, enfermeras, pasantes de medicina, sanitaristas y demás personal de salud; maestros, sacerdotes y otros líderes comunitarios; funcionarios de organismos y fundaciones internacionales; autoridades locales y federales, frecuentemente en desacuerdo entre ellos; finalmente, pero no por ello menos importante, los propios sujeto a vacunar, que en más ocasiones de las que las autoridades de salud pública habrían deseado pusieron en entredicho el éxito de las campañas diseñadas desde el gobierno.
Desde finales del siglo XIX, y durante todo el siglo XX, las preocupaciones del gobierno mexicano giraron en torno a dos aspectos principales. Por un lado, el despliegue de campañas de vacunación que pudieran llevar los fármacos a una población predominantemente rural, y donde la infraestructura del sector salud dejaba mucho que desear; y por el otro, la capacidad del estado de producir sus propios sueros y vacunas como un asunto de seguridad nacional. El objetivo era eliminar la dependencia de otros países y del caprichoso mercado internacional para asegurar el cumplimiento de los programas nacionales de vacunación, vistos como fundamentales para generaciones futuras de ciudadanos sanos y vigorosos.
El gobierno mexicano desplegó, con distintos grados de éxito, varias estrategias para hacer frente a estos retos. Desde fines del siglo XIX, Porfirio Díaz buscó expandir las capacidades del gobierno federal en materia de salubridad. Abrió centros donde se aplicaría la vacuna antirrábica, y en 1905 estableció el Instituto Bacteriológico Nacional, encargado de producir vacunas para uso nacional. La Revolución Mexicana interrumpió temporalmente estos esfuerzos.[3] Sin embargo, la prevención en materia de salud pronto se volvió una prioridad para el proyecto de reconstrucción nacional del nuevo gobierno de la posrevolución. Las campañas de vacunación fueron uno de sus aspectos fundamentales.[4]
Como ha documentado la historiadora Claudia Agostoni, entre las décadas de 1920 y 1930 los gobiernos posrevolucionarios expandieron tanto el personal de salud pública como su abanico de estrategias para llegar a la población. Bajo la dirección del recientemente creado Departamento de Salubridad Pública (DSP), el gobierno declaró obligatoria la inmunización contra enfermedades infecciones como la viruela, abrió centros de Higiene Materno-Infantil donde las inmunizaciones se aplicarían como parte de los cuidados de rutina de la infancia e incrementó sus esfuerzos de educación higiénica con el objetivo que el público aceptara voluntariamente las vacunas. Además de charlas, conferencias y películas sobre los beneficios de la vacunación, el DSP capacitó a enfermeras visitadoras encargadas de ir de casa en casa para enseñar a las madres nociones básicas de higiene y asegurarse de que llevaran a sus hijos a sus revisiones e inmunizaciones de rutina. Para las áreas rurales —que presentaban retos como el de la dispersión de la población, la escasez de médicos titulados y la ausencia de infraestructura hospitalaria— el Departamento de Salubridad estableció brigadas sanitarias móviles con el objetivo no solo de inmunizar a la población, sino también de levantar estadísticas médicas y labores de educación sanitaria.[5]
Estas campañas, sin embargo, no siempre se encontraron con el beneplácito de la población. Cuando el DSP decretó, hacia fines de la década de los veintes, inmunizar a la población escolar contra la difteria y escarlatina, una potente movilización de padres de familia obligó al gobierno a derogar el decreto, no sin antes advertir a sus hijos que corrieran al ver llegar a la escuela al personal sanitario. Hacia la década de 1950, cuando como parte de un esfuerzo global liderado por la OMS se erradica la viruela en el país, la población parece haber asimilado las vacunas como un aspecto importante de la prevención en materia de salud, aunque no por ello el personal de vacunación dejó de reportar casos esporádicos de rechazo a las vacunas.[6]
Al mismo tiempo, desde la década de 1920 las autoridades redoblaron los esfuerzos por lograr la autosuficiencia en la producción de vacunas para la población nacional. Hasta bien entrada la década de 1980, las autoridades enfatizaban la importancia de que fueran las empresas públicas las principales productoras de vacunas. Como ha mostrado la historiadora Ana María Carrillo, el objetivo era que la producción y distribución de vacunas respondiera a los programas nacionales de salud pública y no a la demanda del mercado, que se produjeran las vacunas necesarias incluso si no eran costeables (como en el caso de la vacuna contra la tuberculosis), y que los recursos científicos, humanos y tecnológicos sirvieran para resolver problemas locales. A través de la Gerencia General de Biológicos y Reactivos de la Secretaría de Salud, México se volvió el único país de América Latina que producía la cartilla completa de UNICEF y el único país en desarrollo que producía la vacuna contra la poliomelitis. Para 1980, además de haber logrado la autosuficiencia, México se había vuelto un exportador de vacunas hacia América Latina y el Caribe.[7]
Estos esfuerzos fueron gradualmente abandonados durante la década de 1990. Las reformas neoliberales impusieron recortes sobre el sector salud y privatizaron algunas de las plantas productoras a cargo del estado. Para el comienzo del siglo XX, la única empresa pública —rebautizada como Birmex— había dejado de producir la mayoría de las vacunas, volviéndose un importador de inmunizaciones de la cartilla básica infantil, como las del sarampión, tosferina, tétanos, difteria y tuberculosis.[8]
La renovada importancia que la vacunación ha adquirido con la pandemia actual nos muestra que muchos de los desafíos que enfrentaron nuestros antepasados siguen vigentes. Un repaso de su historia puede ofrecer lecciones valiosas para el presente, incluyendo la centralidad de las campañas de persuasión, el despliegue de personal en para llegar a toda la población nacional, las posibilidades y límites de la cooperación internacional, así como la importancia de la autosuficiencia en la producción de vacunas como un asunto de seguridad nacional.
Es en este contexto en el que la División de Historia del CIDE ha organizado un ciclo de conferencias, titulado “La vacunación en México: perspectivas históricas y lecciones para el presente”, en el que participarán tres connotados investigadores que, desde las perspectivas histórica y de salud pública, nos ayudarán a entender la historia de los actores, instituciones y estrategias que han sido centrales para las campañas de vacunación en el país.
Programa:
- Claudia Agostoni (UNAM), “Estrategias, personal de salud y vacunas en México, 1870-1950”. Martes 27 de abril a las 11 hrs.
- Mauricio Hernández (IMSS), “Contexto Histórico y Estrategia para la vacunación en el Estado de México en respuesta a COVID-19.” Jueves 6 de mayo a las 11 hrs.
- Ana María Carrillo (UNAM), “Los inicios de la vacunación contra la polio: entre la esperanza y el temor”. Jueves 13 de mayo a las 11 hrs.
Todas las conferencias tendrán lugar en la plataforma Zoom.
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[1] El desarrollo de una vacuna contra el Sars-CoV-2 no empezaría desde cero, sino que retomaría esfuerzos que comenzaron para los otros dos coronavirus—SARS-CoV y MERS-CoV—que amenazaron con volverse pandemia a principios de este siglo, pero que finalmente fueron erradicados. Además, la colaboración entre el gobierno estadunidense y varias empresas farmacéuticas, anunciado en abril de 2020 como Operation Warp Speed (OWS), prometió acelerar el proceso al trasladar al gobierno parte de los riesgos de inversión.
[2] Véase por ejemplo, los textos en Christine Holmberg, Stuart Blume, and Paul Greenough, eds., The Politics of Vaccination: A Global History, The Politics of Vaccination (Manchester University Press, 2017).
[3] Consuelo Cuevas Cardona, “Ciencia de punta en el Instituto Bacteriológico Nacional (1905-1921),” Historia Mexicana 57, no. 1 (2007): 53–89; Ana María Carrillo, “Vaccine production, national security anxieties and the unstable state in nineteenth-and-twentieth-century Mexico”, en Christine Holmberg, et. al, eds, The Politics of Vaccination, pp. 121-147.
[4] Véase por ejemplo Ernesto Aréchiga Córdoba, “Educación, propaganda o ‘dictadura sanitaria’. Estrategias discursivas de higiene y salubridad públicas en el México posrevolucionario, 1917-1945,” Estudios de Historia Moderna y Contemporánea de México, no. 33 (2007): 57–88.
[5] Claudia Agostoni, “Las mensajeras de la salud: enfermeras visitadoras en la ciudad de México durante la década de los 1920,” Estudios de Historia Moderna y Contemporánea de México 33 (2007): 89–118; Agostoni, Médicos, campañas y vacunas. La viruela y la cultura de su prevención en México, 1870-1952 (México: Universidad Nacional Autónoma de México; Instituto de Investigaciones Dr. José María Luis Mora, 2016).
[6] Agostoni, Médicos, campañas y vacunas. La viruela y la cultura de su prevención en México, 1870-1952.
[7] Ana María Carrillo, “Vaccine production, national security anxieties and the unstable state in nineteenth-and-twentieth-century Mexico”.
[8] Ibid.