abril 11, 2019

Perspectivas

Los mártires de Tacubaya



El Prof. Fowler es profesor de Historia latinoamericana en la Universidad St. Andrews en el Reino Unido.

Me encuentro escribiendo una nueva historia de La Guerra de Tres Años (1857-61) y, como sucede con todo conflicto, no está desprovisto de polémicas. Al cumplirse hoy 160 años de los “asesinatos de Tacubaya” del 11 de abril de 1859, pongo este evento como ejemplo de los problemas a los que se enfrenta el historiador al intentar ofrecer una interpretación clara y dizque objetiva del pasado cuando las fuentes se contradicen. ¿A quién debemos creer y por qué?

Según la versión de los hechos que ofreció Francisco Zarco, en un panfleto anónimo titulado Los asesinatos de Tacubaya que circuló profusamente tres días después del evento, “oficiales indignos” conservadores junto con su “soldadesca desenfrenada,” al concluir la batalla de Tacubaya del 10-11 de abril, obedeciendo “una orden de [Leonardo] Márquez y [Miguel] Miramón para matar hombres indefensos,” no solo fusilaron a los oficiales prisioneros, pero a civiles, incluyendo niños, y lo más escandaloso de todo, a médicos y facultativos que se habían presentado en Tacubaya para curar a los heridos, sin importar el bando al que pertenecieran. De esta manera fueron ejecutados jefes y oficiales prisioneros como Marcial Lazcano, Genaro Villagrán, José María Arteaga, José López e Ignacio Sierra. Pero también a continuación entraron en el hospital que se había improvisado en Tacubaya y al que habían acudido doctores y estudiantes de medicina, cayendo “sobre los heridos, penetran hasta los lechos que les ha preparado la caridad, y allí los acaban a lanzadas” a la vez que “los soldados llegan hasta las camas de los heridos, arrancan a los médicos y a los estudiantes de medicina de las cabeceras de los pacientes, y un momento después caen acribillados de balas: don Ildefonso Portugal, don Gabriel Rivero, don Manuel Sánchez, don Juan Duval (súbdito inglés), don Alberto Abad.” Entre los estudiantes de medicina asesinados estaban también Juan Díaz Covarrubias que, con 19 años, había publicado varios poemas, y José M. Sánchez. Díaz Covarrubias “agonizante fue arrojado sobre un montón de cadáveres […] [y] lo acabaron de matar, destrozándole el cráneo con las culatas de los fusiles.” Y junto con ellos, fueron también ejecutados el licenciado Agustín Jáuregui, arrastrado hasta Tacubaya desde su casa de Mixcoac, el abogado Manuel Mateos, de solo 24 años de edad, dos niños, hijos de un americano y una mexicana, a quienes se les hizo “arrodillar y se les atravesó a balazos” a pesar de sus lágrimas y gritos, “otro niño de diez años [que] fue hecho pedazos a lanzadas, porque llevaba puesta una blusa,” Teófilo Ramírez, Gregorio Esquivel, Mariano Chávez, Fermín Tellechea, Andrés Becerril, Pedro Lozano Vargas, Domingo López, José María López, los italianos Ignacio Kisser y Miguel Dervis, “otro italiano, cuyo nombre se ignora, y otros mexicanos hasta completar el número de 53.” Cincuenta y tres cadáveres que “quedaron amontonados unos sobre otros, insepultos y enteramente desnudos, porque los soldados los despojaron de cuanto tenían.” Cincuenta y tres cadáveres que a los dos días “fueron echados en carretas que los condujeron a una barranca, donde se les arrojó y donde permanecen insepultos.”

Melchor Ocampo, reaccionando al impreso de Zarco, circularía su propia condena de la matanza de Tacubaya desde Veracruz, donde se encontraba atrincherado el gobierno liberal de Benito Juárez, poniendo el grito al cielo por la manera en que “los facciosos […] se cebaron bárbaramente con los heridos, con los pocos dispersos que aprehendieron, y aun con los cirujanos.” De ser cincuenta y tres los mártires de Tacubaya, Ocampo pasaba a hablar de “Más de cien personas quedaron sacrificadas y entre ellas varios jóvenes de muy tierna edad” y de cómo los conservadores habían decapitado “horrorosamente” a los médicos. La comunidad inglesa de la Ciudad de México, también reaccionó con horror, publicando una carta abierta al ministro plenipotenciario Loftus C. Otway, firmada por treinta individuos, “con motivo de los horribles asesinatos efectuados en Tacubaya por los salvajes campeones de la religión y garantías” incluyendo el del doctor inglés Duval, en la que exigían que el gobierno británico tomara medidas contra el de Miramón. Y el presidente James Buchanan de los Estados Unidos, tan solo semanas después de que su gobierno hubiera entrado en negociaciones con el de Benito Juárez, al llegar el ministro Robert McLane a Veracruz el 1 de abril, condenó los atentados públicamente en un mensaje que dirigió al congreso en Washington.

Pero, ¿la matanza de Tacubaya aconteció como nos la presentan Zarco y Ocampo? Tras la publicación de Los asesinatosno tardó en salir un panfleto titulado Los demagogos y sus escritos, o sea contestación al cuaderno titulado “Los asesinatos de Tacubaya,en el que el autor anónimo conservador buscó justificar las ejecuciones, refutar las falsedades y exageraciones que contenía el texto de Zarco, y resaltar la hipocresía de los liberales al ser quienes habían cometido atentados y crímenes mucho peores que los fusilamientos de Tacubaya. Según esta versión las ejecuciones del 11 de abril habían “sido efecto de la ley, y nada más que de la ley; por más que se afecte desconocer esta; los que se decidieron a infringirla estaban sin duda resueltos a sufrir las consecuencias de su delito.” Aparte de que no fueron cincuenta y tres, sino dieciséis los ejecutados, todos ellos “fueron aprehendidos en el campo de batalla con las armas en la mano; todos estaban en relaciones con los facciosos.” Los cirujanos pertenecían al cuerpo médico militar del ejército enemigo. Y de la misma manera que era una mentira pretender que los prisioneros fusilados no formaban parte de las fuerzas de Degollado, o que no habían conspirado a su favor, también lo era asegurar “que los cadáveres de los sentenciados a muerte quedaron insepultos; todos recibieron sepultura.” ¿Cómo podía Zarco acusar al gobierno del “más horrible de los crímenes” cuando “la demagogia” era responsable de los asesinatos de Zacatecas y Guadalajara del año anterior.

¿Nos encontramos, pues, ante un ejemplo de “fake news” decimonónico? ¿Cómo puede el historiador distinguir quién está diciendo la verdad? Tras año y medio de guerra, en el campo y lejos de las grandes ciudades tanto liberales como conservadores estaban ejecutando a soldados y a civiles a diestra y siniestra. Los eventos de Zacatecas en abril de 1858 y Guadalajara en octubre de 1858 eran comparables a los de Tacubaya. Se podría argüir que los fusilados del 11 de abril estaban comprendidos tanto en la orden de Miramón de ese mismo día por el que mandaba, como ya era costumbre en ambos bandos, ejecutar a todos los oficiales y jefes, como también estaban comprendidos los civiles en la ley de conspiradores que Félix Zuloaga había decretado, siendo presidente, el 14 de julio de 1858, que condenaba a la pena de muerte a quienes tramaran contra el gobierno conservador. Y sin embargo, de lo que no cabe duda es que la noticia de la matanza de Tacubaya tuvo un impacto tremendo, tanto cultural como político, que en cierta manera determinó la manera en que se desarrolló la guerra en los meses sucesivos.

Se pueden aventurar varias hipótesis de por qué las ejecuciones de Tacubaya tuvieron una resonancia que recuerda a la que tuvo la matanza de Tlatelolco del 2 de octubre de 1968, más de cien años después. Los “asesinatos de Tacubaya” tuvieron lugar en las cercanías de la Ciudad de México (y no en los remotos poblados del interior). El fusilamiento de médicos resultó, a fin de cuentas, escandaloso incluso para muchos conservadores. El que hubiera varios extranjeros entre los mártires, incluyendo un americano, le dio al evento una resonancia internacional, como no la tuvieron las ejecuciones y asesinatos que cometieron las fuerzas de Santos Degollado al ocupar Guadalajara en octubre de 1858. Y el texto de Zarco logró, de alguna manera, como ningún otro texto, capturar la imaginación de la gente.

Y puestos a entrever cuánta verdad hubo detrás de la descripción de Zarco, yo, al menos, me quedo con la impresión de que los eventos de Tacubaya pesaron sobre las conciencias de los autores de la masacre. Es revelador que el ministro de guerra conservador, Severo del Castillo, presentó su renuncia el 29 de abril, horrorizado por lo que había llegado a permitir su gobierno. También lo es el que ni Márquez ni Miramón tuvieron a bien defender lo que habían hecho. Ninguno de los dos se justificó manejando, a modo de ejemplo, los argumentos que esgrimió el autor deLos demagogos y sus escritos. Más bien, años más tarde, Márquez optó por lavarse las manos y culpar a Miramón de haber dado la orden en un principio, protestando “bajo mi palabra de honor que semejante orden me sorprendió tanto cuando me desagradó, ya porque yo no quería que se derramara sangre después de la batalla,” insistiendo que “las ejecuciones de Tacubaya no fueron obra mía, sino del Presidente, pregunto: ¿qué culpa tuve de que así lo dispusiera?” Si luego se les había ido la mano a sus soldados, no era su culpa. Y Miramón, a su vez, ocho años más tarde, la noche antes de ser él mismo fusilado en el Cerro de las Campanas, sintió la necesidad de escribirle a Ignacio Jáuregui, hermano del Agustín Jáuregui que murió ejecutado en Tacubaya, para sino pedirle perdón, al menos dejar constancia de que nunca fue su intención hacer fusilar a médicos y civiles, y que su orden iba dirigida a aquellos oficiales conservadores que habían desertado al ejército enemigo: “Quiero hablar a vd. de Tacubaya: tal vez verá vd. una orden mía para fusilar, pero esto era a los oficiales míosy nunca a los médicos y mucho menos a los paisanos. En este momento que me dispongo para comparecer delante de Dios, hago a usted esta declaración.”

Al fin, curiosamente, no importa si murieron 16, 53 o más de 100 prisioneros liberales; lo que importa es lo que la mayoría de la gente creyó, a consecuencia de la versión que se difundió de las ejecuciones del 11 de abril, que el bando conservador, apoyado por la Iglesia, estaba cometiendo atrocidades mucho peores que el bando liberal. Y como historiador, supongo que la única manera de buscar ofrecer una versión equilibrada y certera de lo que sucedió, es dejar constancia de las diferentes versiones que circularon de lo acontecido en su debido momento.

Agradezco a la Dra. Verónica Zárate Toscano por acompañarme a mediados del mes pasado a visitar el monumento a los Mártires de Tacubaya, donde tomé las fotos que acompañan este texto.