Aguilar González es candidato doctor en la University of Warwick, IIH-UMSN
Panes y comida rentista
Los códices escritos por los diversos pueblos indígenas nos muestran que las conquistas, además de haberlas hecho los propios militares indígenas, se hicieron a partir de la capacidad de producir panes por parte de la población nativa.[1]
Como nos muestra el caso del códice de la comunidad de Tepetlazotoc en la cuenca del lago de Texcoco,[2] los panes de trigo, de maíz, como el totopochtli, de yuca, de mesquite y las bebidas de chía con maíz tostado fueron el sustento de los trabajadores en las empresas de pacificación, en las minas, y en las labores agrícolas. De 1523 a 1528 Cortés se reservó para sí, y para sus asociados Miguel Díaz de Aux y Diego de Ocampo la encomienda de Tepetlaoztoc. Exigieron cantidades exorbitantes de joyas, oro, penachos, cacao, granos de maíz y después de trigo. Por ejemplo, en 1526 le entregaron a Diego de Ocampo 40 planchuelas de oro, “que cada una dellas tenya pesos de oro fino” más mantas “ricas” de algodón y del pelo de conejo que llamaban “seda de la tierra”. El año siguiente le dieron 40 planchuelas de oro más a Miguel Díaz y otra cantidad igual de mantas. Además de esto, los vecinos de Tepetlaoztoc dieron 80,000 granos de chile, doscientas panelas de sal, ochocientas cargas de frijoles, 800 cargas de maíz molido para hacer pinol, 800 cargas de maíz molido para hacer tortillas, 20 cargas de “bizcocho de la tierra” que podría haber sido pan de yuca o totopochtli; 300 tamemes para cargar guajolotes, y 1,200 tamemes para cargar el resto de este tributo. También, adicional a esta tasación, los vecinos de Tepetlaoztoc comisionaron a sus principales como administradores de este tributo y organizadores del trabajo de los 1,500 trabajadores. Adicionalmente, Tepetlaoztoc delegó “diez mujeres” (véase las ilustraciones 2 y 3), quienes cotidianamente molían 36,600 cargas de maíz que servían para elaborar el sustento de los “esclavos” indígenas en las minas de oro, que se encontraban a más de “treynta leguas” de Tepetlaoztoc.[3]
Este códice permite ver también que los conquistadores y después los funcionarios españoles impusieron diversos tipos de tributos de acuerdo con los objetivos políticos y de expansión económica y territorial de los españoles. Además del trabajo forzado, del transporte de comida a las minas y de la elaboración de la comida por parte de las mujeres de Tepetlaoztoc, había un servicio cotidiano en bienes básicos que se pagó a los españoles para el sustento dentro de sus casas desde 1523 y hasta 1551. Este impuesto adicional consistía en 1,500 guajolotes, 1,800 fanegas de maíz, 22,300 huevos, 3,950 cargas de leña, 3,950 cargas de hierba al año. Cotidianamente, le cocinaban además 400 tortillas. A esto se sumaba una cantidad diaria, no precisada en el documento, de miel, carbón, fruta, chile y sal. Adicionalmente, en los días viernes, sábado y durante la cuaresma en que la doctrina cristiana marcaba una dieta sin carne, los vecinos debían comprar pescados y ranas en el tiánguez para la casa del encomendero. Gastaban 7,600 cargas de mantillas al año para comprar este servicio de comida para los “días de guardar”.[4]
Además del servicio personal señalado, los pueblos eran obligados a proveer de trabajadores para construir las casas, ranchos, molinos y batanes de los conquistadores y funcionarios. Una forma de entender tanto la cantidad de trabajo, como de comidas y bebidas que los indígenas dedicaron en las rentas de los españoles es el considerar la cantidad y volumen de los edificios que se erigieron en el siglo XVI. Por ejemplo, el recolector del fisco real Gonzalo de Salazar, un personaje cercano al círculo íntimo de la corte del rey Carlos V, siguió en la posesión de la encomienda desde 1528 y hasta 1551, año en que esta memoria de los tributos fue presentada ante las autoridades virreinales. Además del servicio cotidiano, los indígenas de Tepetlaoztoc fueron comisionados para construir edificios de los propios encomenderos y de sus asociados. En un año de trabajo, a Luis Vaca le construyeron una casa con molino, en otro año a Ocampo le construyeron otra casa con batán y en otro año a Antonio Cadena le erigieron una “casa” (véase ilustración 3) de tres niveles dentro de la ciudad de México. Según el memorial de Tepetlaoztoc, fueron los indígenas quienes pusieron tanto la mano de obra, como los materiales para construir estas edificaciones; su comida cotidiana, por supuesto, también se la pagaban ellos mismos. También detalla que, cuando las edificaciones requerían de materiales que no se encontraban en Tepetlaoztoc, los habitantes debían comprar con sus propios medios los materiales de construcción fuera del pueblo.
A diferencia del sistema prehispánico de impuestos, en donde parte de los granos y los bienes tributados se redistribuían a las sociedades productoras, los españoles utilizaban esto para financiar el expansionismo y halagar otros europeos con más poder que ellos. Las enfermedades introducidas por los europeos, las jornadas de trabajo y el propio desarraigo y traslado de los indígenas y los africanos desde sus poblaciones a los centros de producción causó una rampante mortandad que terminó con la vida de millones de indígenas americanos y africanos. El cambio de dieta, la migración forzada y, en suma, el colapso del sistema de sustento trajo una recomposición de la sociedad indígena, que en menos de cincuenta años tuvo que negociar, adaptarse y reinterpretar las condiciones de vida al sistema hegemónico español. Mientras las elites indígenas sobrevivientes se incorporaron al sistema de la nobleza europea, la mayoría de los pobladores indígenas siguieron cargando una deuda. En el caso de Tepetlaoztoc, la lámina 40 verso (Ilustración 6) hace un resumen de lo que el sistema de encomienda y las conquistas, como una empresa continuada a través del siglo XVI, significaron para la población indígena. A los pies de Luis Vaca, el pintor indígena representó 173 indígenas muertos, mientras que por debajo del “factor” Gonzalo Salazar representó 220.
El legado colonial de México
Las conquistas fueron empresas de ejercicio de la violencia tanto física como simbólica sobre los habitantes y los paisajes de América auspiciadas por la Iglesia, la corona y un grupo de inversionistas europeos, con el fin de extraer bienes con los cuales generar un capital que les sirvió para expandir ilimitadamente o consolidar el dominio religioso y comercial, tanto en América como, posteriormente en Asia. En la Nueva España, el modelo de las conquistas se fincó sobre el sistema indígena de producción y distribución de alimentos, al cual los conquistadores y funcionarios añadieron el cultivo del trigo y la explotación laboral ilimitada. Paradójicamente, en las décadas de 1570 a 1590, los reportes de los españoles sobre los indígenas que habitaban en las colindancias de los obrajes españoles insistían en que los indígenas eran gente pobre y muy floja.[5] Una buena cantidad de encomenderos españoles que dieron sus testimonios sobre la vida en la Nueva España del siglo XVI en las Relaciones de Indias deseaba que los indígenas que tenían en encomienda fueran más industriosos y se aficionaran al trabajo en los obrajes. Es interesantes ver que ciertas realidades coloniales, como la falta de iniciativa de los sujetos colonizados, se repiten otras experiencias coloniales a partir del siglo XVI. Así lo reporta Frantz Fanon para el caso de la colonización francesa de África y la liberación de Argelia.
El colonizador nunca dejó de quejarse de que el indígena era lento. Hoy, en ciertos países que se han vuelto independientes, escuchamos a las mismas clases dirigentes repetir la misma queja. La verdad es que el colonizador deseaba que el indígena fuera entusiasta. Por una suerte de proceso de mistificación, el cual constituye la forma más sublime de separación de la realidad, quería persuadir al esclavo de que la tierra que trabajaba pertenecía a él. Que el colonizador era singularmente olvidadizo del hecho de que se estaba volviendo rico por medio de la agonía del esclavo. De hecho, lo que el colonizador estaba diciendo al indígena era: ‘Muérete para que yo me vuelva rico’.[6]
A pesar de su lejanía en el tiempo, el legado colonial en nuestro país se mantiene vivo, entre otras, en las irracionalmente precarias condiciones de trabajo que campean bajo el eufemismo que conocemos como salario mínimo. Durante el siglo XVI se legisló la obligación de pagar un jornal a los trabajadores indígenas, pero en la propia documentación legal posterior se trasluce que el trabajo forzado (y no remunerado) continuaba siendo moneda corriente durante este siglo y los siguientes tres. Como menciona el AGN, no fue sino hasta la Constitución de 1917 cuando se estableció que a partir de este año las cámaras de diputados y senadores garantizarían que el salario mínimo fuera suficiente para que los trabajadores mexicanos pudieran tener alimentación, vestido, salud, educación y servicios. Quien gane el salario mínimo sabrá que esto se quedó en letra muerta. Más aún, el problema del salario en nuestro país, como lo cantaba Óscar Chávez (2000, 15), es que quienes deciden sobre cuál debe ser el salario mínimo, nunca tendrán que vivir con un ingreso así. Mi argumento es que, detrás de la idea del salario mínimo, está la idea del valor de la persona y el hecho de que exista una diferencia tan marcada entre las personas que ganan el salario mínimo y las personas que legislan sobre él, tiene sus bases en un colonialismo que erigió a una elite que repetidamente busca autocomplacerse y agrandar las diferencias sociales con base en el ingreso.
[1] Oudijk, Michel R. y Restall, Matthew, Conquistas de buenas palabras y de guerra: una visión indígena de la conquista, Instituto de Investigaciones Filológicas, Universidad Nacional Autónoma de México, México, 2013 9-47
[2] British Museum, Memorial de los indios de Tepetlaoztoc, Ms. 13964. 72 ff., ca 1551. https://www.britishmuseum.org/collection/object/E_Am2006-Drg-13964
[3] British Museum, Memorial de los indios de Tepetlaoztoc, ff. 9v.-13v.
[4] British Museum, Memorial de los indios de Tepetlaoztoc, Id., ff 14v., 40v
[5] “Rel. de la Villa de la Purificación”, Acuña ed., vol. 10, 1983, r 5.
[6] Fanon, Frantz, The Wretched of the Earth, (prefacio de Jean-Paul Sartre, trad. Constance Farrington), Penguin Books, Londres, 2001, 156-57