enero 14, 2020

Perspectivas

La brecha irreductible: la virgen de Guadalupe



Eduardo es alumno en el programa de la Maestria de Historia Internacional en la División de Historia del CIDE

A inicios del nuevo milenio, el papa Juan Pablo II realizó un viaje a Toronto, Guatemala y la ciudad de México. En la capital del antiguo virreinato de Nueva España, el 31 de julio de 2002, el hoy santo pronunció una homilía con motivo de la canonización de Juan Diego, el indio a quien, según la tradición, se le manifestó la virgen de Guadalupe en una serie de visiones en 1531, concluyendo con la divina impresión de su imagen. Cinco siglos después del descubrimiento de América la iglesia católica reconoció a su primer santo indígena.

Sin embargo, la canonización había reavivado involuntariamente añejos debates. Durante décadas, el episcopado había mantenido bajo suficiente secrecía un análisis realizado con anterioridad al manto que se venera en el Tepeyac. No obstante, luego de la iniciativa promovida por el cardenal Norberto Rivera, muchos católicos y laicos que conocieron el estudio difundieron sus resultados a través de libros y artículos de opinión en revistas de circulación nacional. De nueva cuenta, el debate aparicionista ‘reapareció’ como hacia finales del siglo XIX en el centro de la discusión política.

La curia emprendió una campaña por la defensa de su nuevo santo. Empero, la polémica había escalado lo suficiente para cruzar el Atlántico. El 12 de diciembre de 2003 se publicó en México una entrevista hecha al cronista del Monasterio de Nuestra Señora de Guadalupe de Extremadura, España, fray Sebastián García. En ella, regresaron a discusión viejas preguntas como ¿de dónde surgió la imagen de la virgen del Tepeyac? ¿son verdaderas las apariciones al indio Juan Diego? ¿cuál es la relación entre la Guadalupe de México y la de España?

Las respuestas del padre fueron contundentes. A la primera, García contestó que la imagen de México había surgido de España; específicamente, de una imagen de la virgen del coro de su monasterio. A la segunda, respondió que la historia de Juan Diego no tenía sustento suficiente para considerarse verdadera, pero que la identidad nacional mexicana había vuelto imposible opiniones contrarias. Finalmente, a la tercera el padre dejó abierta una invitación para reabrir la discusión para comprender mejor la historia de la virgen de Guadalupe.

Años después, el debate por la historicidad del santo fue suavizándose. Juan Diego se incorporó al santoral católico, aunque con menos devoción que la virgen del Tepeyac. Luego, transformaciones importantes en ambos países permitieron una renovación de posturas: en México, luego de casi una década de la firma del Tratado de Libre Comercio, el discurso nacionalista perdió lentamente su vigencia; en España, después de la crítica al sistema imperialista occidental, la idea de América como colonia fue desvaneciéndose.

Estos cambios llevaron al surgimiento de nuevas preguntas y debates con mayor profundidad. De esta manera, los estudios sobre la virgen de Guadalupe de México y de España fueron perdiendo paulatinamente sus cargas nacionalistas e imperialistas, respectivamente. Así, fue posible elaborar respuestas interesantes a la tercera pregunta que dejó abierta en el 2003 el padre Sebastián García.

Dieciséis años después, nos permitimos introducir a la discusión histórica un factor poco atendido: el debate por sus limosnas en la Nueva España. Partiendo de la premisa metodológica de que todas las devociones católicas requieren de un sustento económico, en una reciente investigación hemos analizado cómo la recaudación de limosnas de la virgen del Tepeyac suscitó importantes disputas desde 1556 y hasta 1607, fecha que fijamos como clave para comprender el inicio de la brecha entre la virgen de Guadalupe de México y de España.[1]

El problema de las imágenes y sus limosnas

Comenzamos nuestra exposición planteando una cuestión polémica pero sustentada: durante el siglo XVI no existió una demarcación que separara la devoción a la virgen de Guadalupe de México de la de Extremadura. Para los devotos de la Nueva o la vieja España, las distintas imágenes que veneraban entre 1530 y 1600 en sus templos y capillas contaban con el mismo origen: una virgen enterrada durante la conquista musulmana, reaparecida en el siglo XIII al campesino Gil Cordero y que ayudó a liberar a España de sus ‘invasores’.

Esta era una cuestión común no solo para Guadalupe, sino para otras advocaciones. El que surgieran imágenes de sus vírgenes en sitios nuevos, traídos por conquistadores o evangelizadores, no conllevaba el nacimiento de devociones desligadas a la original (aun si sus rasgos iconográficos diferían). Lo excepcional del culto guadalupano es que estaba bajo el celoso cuidado de la orden de San Jerónimo, protegida por el rey de España, que a través de sus privilegios prohibía la distribución de copias de su imagen.

No obstante, la devoción a la virgen de Guadalupe era demasiado popular entre la población conquistadora como para controlar todas sus copias. Se estima que más de tres cuartas partes de los conquistadores provenía de las regiones de Extremadura, Castilla o Andalucía; sitios donde la virgen guadalupana era tan venerada como Santiago. De esta manera, reproducciones de esta advocación llegaron a sitios del nuevo mundo, como Perú, en donde los monjes de San Jerónimo se vieron obligados a intervenir para retomar el control de sus limosnas.

México, sin embargo, fue un caso distinto. Los expertos coinciden en que la primera imagen colocada por fray Pedro de Gante en el Tepeyac, aquella que sustituyó la devoción prehispánica a Tonantzin, carecía de advocación: era simplemente una virgen María. El nombre de Guadalupe le fue asignado unos veinte años después por causas diversas, la más probable de ellas que el entonces arzobispo de México, fray Alonso de Montúfar, buscó apropiarse de las limosnas que los devotos españoles le solían dejar en sus testamentos para luego invertirlas en sus propios negocios mineros en el norte novohispano.

Los monjes jerónimos se enteraron de estos abusos gracias a las denuncias del cabildo eclesiástico. Mandaron entonces a México a un fraile de su casa para recuperar las limosnas que, pensaban, les pertenecían: fray Diego de Santa María. No obstante, sus intentos se toparon con la implacable autoridad del arzobispo Moya de Contreras, sucesor de Montúfar, y con la falta de apoyo del virrey. Santa María fue requerido de vuelta a España sin poder arrebatarles un solo peso a los mexicanos. Curiosamente, en estos debates jamás se mencionaron las mariofanías a Juan Diego.

El discurso de la desunión

Las cosas cambiaron en el nuevo siglo cuando otro fraile, quien había estado seis años en el virreinato de Perú cobrando las limosnas a la virgen de Guadalupe, arribó a México. Consciente del fracaso anterior, este religioso optó por aliarse con importantes miembros de la élite novohispana y mudar de ciudad, impulsando en una nueva sede episcopal (en donde el arzobispo de México no ejercía la misma autoridad) una nueva devoción a la virgen de Guadalupe para así “quitarles el comer” a los del Tepeyac.

Esta era una estrategia probada. Diego de Ocaña enfrentó un panorama similar en el valle de Trujillo, Perú, donde existía un monasterio agustino que administraba las limosnas de una imagen homónima. En lugar enfrentarse con sus protectores, el fraile prefirió acercarse a las élites de ciudades vecinas, como Lima, para promover una nueva devoción que debía quitarle relevancia a la primera, pensada como menos original en comparación con aquella que traía el fraile directo desde España. Su éxito es constatable: el culto a la Guadalupe de España sigue estando vivo hoy en día en sitios como Sucre, Bolivia, por donde pasó Ocaña.

A partir de 1607, el fraile promovió una devoción a la virgen de Guadalupe en la ciudad de Puebla. Capaz de pintar imágenes impresionantes, recolectar enormes cantidades de dinero en oro y plata, organizar procesiones solemnes y hasta representaciones teatrales, este personaje puso en jaque por vez primera al arzobispado de México. No obstante, debido a sus avanzadas enfermedades, Ocaña falleció antes de poder llevar a culmen su plan de competencia guadalupana.

La presencia del segundo guadalupano enviado a Nueva España, empero, tuvo consecuencias trascendentales. A partir de la primera década del siglo XVII, es decir, pocos años después de su arribo, comenzaron varios impulsos al santuario del Tepeyac y a su imagen que, durante treinta años, en poco o nada se había renovado. Al mismo tiempo, cobró fuerza una tradición oral, surgida de la historia de la virgen de Los Remedios, sobre un indio que había presenciado supuestamente una serie de visiones de la virgen María.

Años después, el clero criollo de México retomó esta leyenda urbana y la volvió el principio fundamental del ‘renacimiento’ de la virgen del Tepeyac. Con ello no sólo dieron origen piadoso a un culto controvertido, sino que hicieron irreductible teológicamente la brecha devocional entre las Guadalupes de México y España; haciendo inaccesibles, por lo tanto, sus limosnas a los monjes del otro lado del Atlántico.

La evidencia más clara que sustenta esta hipótesis se encuentra en los apartados finales del Nican Mopohua, texto en náhuatl fechado hacia mediados del siglo XVI donde se narran las apariciones a Juan Diego. En 1572, el primer fraile jerónimo hizo una solicitud al rey de España: como su orden tenía derechos exclusivos sobre la virgen de Guadalupe, quería o que se le quitara el nombre de Guadalupe o que se les entregara el culto del Tepeyac. Curiosamente, el texto mexicano incorpora esta referencia al final: se dice que la virgen no había sido nombrada Guadalupe, sino que la virgen se había nombrado a sí misma Guadalupe. ¿Cómo es posible que un texto escrito veinte años antes hiciera referencia a un debate jurídico de finales de siglo?

Aunque esto requiere una reflexión más profunda, nos inclinamos a creer que la historia de las apariciones fue retomada como un discurso de desunión de la virgen de Guadalupe de México de la de España. La tradición oral sobre las mariofanías a un indio fue potenciada por escrito luego de la disputa por las limosnas que introdujeron los jerónimos. A partir de entonces las apariciones y la estampación no fueron relatos milagrosos, sino la fundación teológica de un culto nuevo que, además, hizo retrospectiva (hasta 1531) la potestad de los mexicanos sobre las limosnas de Guadalupe.

Escoger tardíamente esta fecha como inicio del guadalupanismo mexicano complicó mucho su estudio para los historiadores. Hizo que buscáramos luces donde había solamente sombras o, más bien, rayos de luz distintos a los que anhelábamos. Estos destellos no podían ser interpretados según los preceptos nacionalistas bajo los cuales la historia del siglo XIX y XX fue fundada. Era necesario volver a los documentos, conscientes de estas cargas, para permitir que la historia hablase.

Regresarle al culto guadalupano su dimensión histórica permite cuestionarnos la pertinencia de conceptos como el ‘mestizaje’ como soluciones únicas para explicar el problema de la identidad mexicana. Hacerlo plantea nuevas salidas, aunque difíciles, a los laberintos que Paz se planteó hace más de medio siglo, devolviendo asimismo a la Historia la categoría que siempre debió tener: no una respuesta inmutable, sino una eterna pregunta, aún abierta.

 

La versión integral del texto puede leerse aquí.

[1] Para un análisis más extenso, véase: Lidia E. Gómez García y Eduardo Ángel Cruz, «El discurso de la desunión. El conflicto jurisdiccional por las limosnas de la virgen de Guadalupe en Nueva España, 1572-1607», Estudios de Historia Novohispana 61 (diciembre de 2019): 3-48, https://doi.org/10.22201/iih.24486922e.2019.61.63139.